Área:
Geografía Ambiental.
Tema:
Transformación del territorio.
La Geografía Ambiental es la disciplina que estudia
transformaciones territoriales que acompañan a la evolución social, como así
también a las tendencias políticas.
Por lo tanto, esta disciplina abarca cambios constantes como
así también marca diferencias entre las disciplinas auxiliares.
“Entiéndase que la
Geografía Ambiental es una ciencia moderna, que requiere la adecuación e implementación de educadores dentro de la
sociedad en forma activa, como así también generar indicadores de promoción de
aquellos elementos o recursos que se encuentran alterados para una posible
adaptación de elementos intríncicos alternativos.”
Por lo tanto, la Geografía Ambiental desarrolla aspectos
propios de la Geografía, Historia, Ciencias Políticas, entre otras, para
detallar un proceso de larga data que se
manifiesta en modo expansivo en la actualidad; por ello requiere la utilización de herramientas acordes como
por ejemplo, las terminologías, espacios artificiales creados por el hombre
para satisfacer una necesidad ajena al proceso natural.
Actividades:
1)Buscar información sobre la transformación de la conquista
de América 1492. Localizar en un mapa los recursos naturales naturales
explotados durante el primer período.
2)Realizar un cuadro comparativo entre los incas y los mayas
y su actividad productiva.
3)Realizar en el mapa del continente americano cuales
fueron los cambios que obedecieron en
esa región.
Correo electrónico de la profesora: llealvero13@gmail.com
Desarrollo
1)
El hombre es un ente biológico y como tal, forma parte de la
naturaleza. Su esencia social no lo opone a ésta. Por ello, a pesar de que la
historia tenga su propia dinámica, el medio natural en que tiene lugar es
siempre un factor determinante. En los estudios historiográficos, los aspectos
biológicos son generalmente tratados de manera un tanto marginal. Sin embargo,
la crisis ecológica que actualmente vivimos ha convertido a la naturaleza en el
centro de nuestras preocupaciones. La necesidad de comprender el efecto del
desarrollo de las sociedades humanas en la naturaleza ha generado una vertiente
dedicada a la historia ambiental. Dentro de esta corriente, los trabajos de
Alfred W. Crosby ocupan un lugar relevante. Este historiador de la Universidad
de Texas se ha abocado al estudio de la expansión biológica de Europa durante
los últimos diez siglos. Parte fundamental de esta historia es la conquista de
América y sus implicaciones biológicas.
El texto que a continuación presentamos, pretende exponer
brevemente algunas de sus tesis. Al mismo tiempo, a manera de recuadros,
publicamos extractos de su obra intitulada El Intercambio Colombino.
Consecuencias Biológicas y Culturales de 1492, inédito en español y que pronto
aparecerá bajo el sello de la UNAM, gracias al trabajo de traducción de
Cristina Carbó, del Instituto de Investigaciones Históricas de esta casa de
estudios. Agradecemos a Cristina Carbó su colaboración, así como al Instituto
de Investigaciones Históricas por facilitamos el manuscrito para su
publicación.
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Vivimos y morimos racional y productivamente, sabemos que la
destrucción es el precio del progreso, como la muerte es el precio de la vida,
que la renuncia y el esfuerzo son los prerrequisitos para la gratificación y el
placer, que los negocios deben ir adelante y que las alternativas son utópicas.
Esta ideología pertenece al aparato social establecido; es un requisito para su
continuo funcionamiento y es parte de su racionalidad.
Herbert Marcuse
A principios del siglo XV, procedentes de Portugal, llegaron
a la isla Porto Santo —parte del archipiélago situado frente a la costa
atlántica del norte de África, conocido como Madeira— los primeros seres
humanos. Buscaban tierras donde poder instalarse. El capitán de Porto Santo,
quien después sería suegro de Colón, tuvo la ocurrencia de soltar una coneja
con sus crías que habían nacido en altamar. Haciendo honor a su fama, los
conejos “se extendieron por la tierra de manera que nuestros hombres no podían
sembrar nada que ellos no destruyeran”* cuenta un testigo. Los esfuerzos de los
recién llegados pobladores fueron vanos: Tuvieron que abandonar la isla.
Al llegar a Madeira, isla en la que no había “un solo pie
que no estuviera recubierto de grandes árboles”, de ahí su nombre, los colonos
intentaron hacerse un lugarcito al sol para vivir, sembrar y tener sus
animales. Se les hizo fácil prender fuego. Mas, pequeño incidente, el control
de éste se les fue de las manos y la isla se convirtió en una tea, ardiendo
casi por completo. Dicen que el fuego duró siete años, lo cual parece una
exageración, pero cierto es que los abochornados colonizadores tuvieron que refugiarse
“en el mar, donde permanecieron sin comida ni bebida durante dos días y dos
noches”.
Años más tarde, los portugueses volvieron a Porto Santo
logrando imponerse sobre los conejos. Para entonces, igual que ocurriría en
Australia durante el siglo XIX, los conejos ya habían arrasado con las plantas
nativas, ocasionando al mismo tiempo la muerte de sus competidores.
Posteriormente las plantas y los animales procedentes del continente reinarían
en esta pequeña isla junto con los pobladores.
Asimismo, para mediados del siglo XV, en lugar de sus
maravillosos árboles, Madeira rebosaba de caña de azúcar. De sus puertos salían
barcos repletos de azúcar con destino a las principales metrópolis de Europa, e
incluso hasta Constantinopla. En la isla había cerca de dos mil esclavos y casi
20,000 habitantes. Estos ya habían dejado de alimentarse de palomas nativas,
gracias a lo favorable que había resultado la tierra para el cultivo del trigo
y la vid, así como para la cría de cerdos, reses, abejas y demás animales
domésticos. Trataron de reproducir el medio del que provenían, de europeizar la
isla.
Simultáneamente, un poco más al sur de Madeira, tenía lugar
la colonización del archipiélago de las Canarias. El proceso ocurría de manera
similar al de Madeira: los bosques se cambiaban por plantaciones de caña,
pastizales y laderas peladas. La madera se pagaba bien y en vano se promulgaron
leyes para proteger los bosques. La excesiva deforestación generaba erosión y
disminución de la precipitación y de los cursos de agua. Plantas, cultivos y
animales del continente invadían las islas, reemplazando la biota autóctona. Se
presentaba el mismo intento de europeización del medio.
Sin embargo, a diferencia de Madeira, las Canarias estaban
habitadas. Procedentes de las costas africanas, los guanches habían poblado las
islas probablemente cerca de 2000 años a.C. Las Canarias eran codiciadas por
Francia, Portugal y España. En 1402 desembarcó en una de las pequeñas islas, la
primera expedición francesa, venciendo a 300 guanches. Los españoles tomaron el
relevo y hacia fines de siglo ya sólo resistía Tenerife. Los guanches eran
aguerridos guerreros y poseían una organización militar consistente. Alfred W.
Crosby afirma que es muy difícil entender la victoria española a partir
únicamente de los aspectos militares’. Según este historiador, a pesar de la
desunión existente entre los guanches, de la impresión que causaban los
conquistadores y sus utensilios —los anzuelos de metal que llevaban llamaban
mucho la atención de los habitantes de las islas— y del miedo que les infundían
los caballos, los guanches se encontraban en una situación ventajosa sobre el
enemigo.
Así, en 1494 repelen la avanzada española. Los españoles
refuerzan el contingente y al año siguiente regresan. “Pero, misteriosamente,
no encuentran resistencia y toman la isla con suma facilidad. Conforme se
adentran llega a ellos el rumor de que un mal se ha abatido sobre el pueblo
guanche. Lo que sus ojos ven es aterrador, había “tantos cadáveres que los perros
de los guanches se los estaban comiendo”. Cuentan que la isla quedó
prácticamente despoblada, cuando se estimaba en 15,000 el número de habitantes.
Los guanches habían sucumbido a la peste. Para 1541 solamente sobrevivían unos
cuantos y a fines del mismo siglo era un pueblo extinto.
La conquista de estos archipiélagos marca el inicio de la
expansión europea e inaugura un proceso de colonización que posteriormente se
convertirá en una constante: la destrucción del medio autóctono, disminución o
exterminio de los pueblos nativos, introducción de una biota europea, y la
repoblación por europeos. Por supuesto, esto último no fue posible en todas
partes.
Colón en las Antillas
El hombre europeo se dedicó a convenir el Nuevo Mundo a
semejanza del Viejo tanto como le fue posible. Este intento resultó tan odioso
que llevó a cabo lo que probablemente fue la mayor revolución biológica desde
el fin de la era pleistocena.
Los pioneros europeos son recordados por su coraje y
resistencia, pero no por su habilidad para cultivar plantas.
Sin embargo, eran agricultores (aunque poco entusiastas en
el caso de los españoles) que esparcieron las semillas desde el norte hasta el
sur. Quién trajo determinada planta a determinado lugar es algo difícil de ser
respondido con certeza. A finales del siglo XVI, José de Acosta preguntó quién
había plantado las “florestas y bosques enteros de naranjos” que él recorrió y
le respondieron “que las naranjas caían al suelo y se pudrían y sus semillas
germinaban y de aquellas que el agua arrastraba a diversas partes crecían estos
bosques tan espesos…”.
Los primeros datos sobre el arribo de los europeos de los
que podemos estar seguros son aquellos de La Española, ese vestíbulo de América
donde, según parece, todo ocurrió por primera vez. Empecemos por rastrear ahí
los intentos de cultivar plantas europeas, tracemos la propagación de esas
plantas europeas, tracemos la propagación de esas plantas en el continente y
retomemos a La Española para hacer lo mismo con los animales domésticos.
Colón dejó semillas a los habitantes de la frustrada colonia
de Navidad en 1493, pero, incluso si llegaron a ser sembradas, es dudoso que se
haya cosechado algo porque estos habitantes fueron masacrados por los
arahuacos. La historia de la horticultura europea en América comenzó realmente
con el segundo viaje de Colón, cuando regresó a La Española con diecisiete
barcos, 1200 hombres, y semillas y vástagos de trigo, garbanzos, melones,
cebollas, rabanitos, hortalizas verdes, vides, caña de azúcar y frutales para
iniciar huertos. Los primeros resultados fueron sumamente alentadores, o así lo
afirmaban los entusiastas colonos. “Todas las semillas que sembraron han
brotado en tres días y han estado en sazón para ser comidas más o menos a los
veinticinco días. Los carozos de frutas brotaron en siete días, los vástagos de
vid echaron hojas al final del mismo periodo y para el día vigésimo quinto las
uvas estaban listas para ser recolectadas.” Los deseos españoles afectaban su
visión. En 1494, comenzó en La Española la tradición de una “época de cosecha”,
suceso singular si, en efecto, las semillas europeas brincaban de la tierra
como plantas hechas y derechas en tiempos récord.
Las Antillas fueron algo así como una base casi perfecta en
América para los horticultores europeos, aunque el trigo y otros granos
fracasaron, y lo mismo pasó con las uvas y los olivos: no hubo pan, ni vino, ni
aceite; ¡un castellano podía morirse de hambre en estas regiones! Muchas de las
cosechas —coliflores, coles, rabanitos, lechugas y melones— prosperaron y si
los colonizadores pudieron tolerar la dieta de los indios americanos, también
disfrutaron siempre al tener de postre frutas tan conocidas como naranjas,
limones, granadas, toronjas, higos, que se daban bien en las Indias Occidentales.
En los primeros años, otro agregado importante a la flora de las Antillas fue
el plátano, traído de las Canarias en 1516. Oviedo describió esta fruta
inmigrante diciendo que tenía una cáscara que se quitaba con facilidad y
“adentro es toda carne, muy parecida a la médula del hueso de pata de vaca”. En
la década de 1520 escribió que los platanares “se han multiplicado tanto, que
es maravilloso ver su gran abundancia en las islas y en la Tierra Firme [costa
sur del Caribe] donde los cristianos se han ubicado.”
En la mayoría de los asentamientos europeos de cierta
importancia en las zonas tropicales y semitropicales de América, la base del
desarrollo económico ha sido históricamente, recoger unas cuantas cosechas
seguras en grandes plantaciones y exportarlas a Europa. Estos plantíos de caña
de azúcar, algodón, arroz, añil se extendieron cada vez más por todas partes,
desde los tabacales de Virginia hasta los cafetales de Brasil. La minería
produjo las ganancias más espectaculares del Nuevo Mundo Colonial, pero las
plantaciones emplearon a más gente y, a la larga, produjeron más riqueza.
Todo comenzó en La Española con el azúcar, que ya era un
cultivo lucrativo en las Canarias y en las islas atlánticas de Portugal durante
el siglo quince. Colón mismo había transportado azúcar de Madeira a Génova en
el año 1478, y la madre de su primera esposa era propietaria de una hacienda
azucarera en dicha isla. En 1493, Colón trajo a La Española caña de azúcar, la
que se dio bien en suelo americano. Pero el desenvolvimiento de la industria
azucarera fue muy lento hasta que intervino Carlos V, ordenando que se
reclutaran en las Canarias expertos azucareros y técnicos molineros,
autorizando préstamos para construir ingenios azucareros en La Española. Hacia
finales de la década de 1530 existían ya treinta y cuatro ingenios en la isla y
el azúcar llegó a ser uno de los dos pilares de su economía. Los ranchos
ganaderos fueron el otro, hasta finales del siglo XVI.
Un horizonte
cultural
Los europeos no veían más allá de su horizonte cultural. Les
resultaba “natural” el tratar de reproducirlo. Si imaginamos un grupo de
europeos embarcados con destino a nuevas tierras, tendríamos un cuadro un tanto
conmovedor: pobres y llenos de temores e ilusiones, ansiosos por dejar para
siempre la miseria en que viven, con la esperanza de que en las “Nuevas
Europas”, encontrarán un pedazo de tierra para tener una parcela, construir una
casita y criar sus animales. Llevan tal vez algo de ganado y con certeza un
perro. Con suerte harán fortuna.
Es probable que la proporción de temores e ilusiones haya
variado con el tiempo. Seguramente entre los primeros colonos había más temor
que ilusión, y que para el siglo XIX las ilusiones hervían en sus cabezas, como
lo muestra la visión tan prometedora que proporcionaba el célebre escritor
inglés, Samuel Butler, para quien se instalara en Nueva Zelanda, donde él
vivía:
“Tendrá vacas, y cantidad de mantequilla, leche y huevos,
tendrá cerdos y, si quiere, abejas, cantidad de verduras, y, en realidad, podrá
vivir de la tierra fértil, con muy pocos problemas y casi tan poco gasto.”
Si bien es cierto que los aventureros no escaseaban, esta
visión constituía el sueño dorado de todo colono. La mayoría se aterraba por
los calores excesivos y las enfermedades raras de los trópicos. Se les revolvía
el estómago de pensar en verse obligados a comer iguanas o zarigüeyas. Es por
ello que las zonas templadas ejercían tal atracción, ya que en ellas les
parecía posible llevar una vida como en Europa, pero sin privaciones. A esas
regiones (en donde era posible tal ‘sueño’, o en donde ya se encontraba en
parte materializado, como la Nueva Zelanda de Butler), Crosby las ha denominado
“Nuevas Europas”.
Las Antillas: base para la invasión del continente
El contraste entre la fauna del Viejo Mundo y del Nuevo
asombró a la Europa renacentista. La diferencia entre los dos grupos de
animales domesticados que existían a ambos lados del Atlántico era incluso más
asombrosa que el contraste en general. El indio, como agricultor, era tan hábil
como cualquiera, pero no lo era, o muy poco, para domesticar animales. En 1492
tenía apenas pocos animales a su servicio: el perro, dos especies de camello
sudamericano (la llama y la alpaca), el cobayo y varias clases de aves de
corral (el guajolote, el pato americano y, posiblemente algún otro tipo de
gallinácea). No tenía animales de cabalgadura; obtenía la mayor parte de la
carne y las pieles que consumía de la caza; no tenía bestias de carga
comparables al caballo, al asno o al buey. Con excepción de las áreas donde
había llamas y de la ayuda pequeña que proporcionaban los perros que
arrastraban los trineos, los indios, cuando querían mover cualquier carga, lo
hacían ellos mismos, sin que importara cuán pesado fuera o cuán lejos hubiera
que trasladarla. Como caso típico a señalar está el de los habitantes
precolombinos de Mesoamérica, que construyeron grandes templos y acarrearon
enormes bloques a lo largo de cientos de millas a pesar de que el único animal
fuerte y rápido con que contaban para hacerlo era él mismo.
Un anticipo sensacional del impacto que el ganado del Viejo
Mundo ejercería sobre la tierra americana tuvo lugar en La Española y, poco
después, en las otras Antillas. Alguien que observará las islas caribeñas desde
afuera, durante los años de 1492 a 1550, más o menos, podría haber conjeturado
que el objetivo de lo que allí se hacía era reemplazar a la gente por cerdos,
perros y reses. La enfermedad y la cruel explotación habían destruido a los
aborígenes de La Española para todo propósito práctico, ya para la década de
los años 1520. Poco después, los arahuacos, sus hermanos de Cuba, Puerto Rico,
Jamaica, los siguieron hacia el olvido. Aunque las Bahamas y las Antillas
Menores estaban ocupadas aún por los españoles, a medida que desaparecían los
indios de las islas más grandes, los traficantes de esclavos navegaron hacia
las menores, desparramando enfermedades y tomando a multitudes de arahuacos y
caribes para alimentar los campos de muerte en que se habían convertido. La
Española, Cuba, Puerto Rico y Jamaica. De este modo, los aborígenes antillanos
fueron eliminados casi por completo en unos pocos años, a partir del primer
viaje de Colón.
Mientras disminuía la cantidad de seres humanos, crecía la
de animales domesticados importados. El primer contingente de caballos, perros,
cerdos, reses, gallinas, ovejas y gansos llegó con Colón en su segundo viaje
realizado en 1493. Los animales, devorados o no por los escasos predadores
americanos, molestados o no por las pocas enfermedades americanas y abandonados
a sus propias fuerzas para que se alimentaran libremente con los ricos pastos,
raíces y frutos silvestres, se reprodujeron con rapidez. De hecho, su número
aumentó con tal velocidad que no caben dudas de que fueron ellos los responsables,
en buena medida, de la extinción de ciertas plantas, e incluso de los indios
mismos, de cuyas huertas abusaban.De los animales importados, los primeros en
adaptarse al ambiente caribeño fueron los cerdos. Para fines del año 1498,
Roldán, el rebelde de La Española, poseía él sólo, 120 puercos grandes y 230
pequeños. Muy pronto los cerdos corrían salvajemente en cantidades increíbles.
En abril de 1514, Diego Velázquez de Cuéllar escribió al rey que los cerdos que
él había traído de Cuba habían llegado a ser 30,000. (Teniendo en cuenta el
español del siglo XVI, tal vez la traducción más correcta de lo que quiso decir
sea “más cerdos de los que yo haya visto jamás en toda mi vida”.
La multiplicación del ganado vacuno fue igualmente
espectacular. Cuando Roldán se rebeló, en 1498, él y sus seguidores
“encontraron rebaños de reses pastando; mataron todos los novillos que
quisieron para alimentarse, y se apoderaron de todas las bestias de carga que
necesitaron para el camino.” Alonso de Zuazo, al informar a su rey en 1518, le
contó de las grandes cantidades de reses que había en La Española, ganado que
se reproducía dos y tres veces al año en el saludable medio ambiente del Nuevo
Mundo: “si treinta o cuarenta reses se extraviaban —dijo— aumentaban a
trescientas o cuatrocientas en tres o cuatro años”. La proliferación del ganado
era tan grande que, para el final de la centuria una gran cantidad de marineros
abandonados en castigo en la parte norte de La Española, región inhóspita sin
colonizar, así como otros seres humanos descarriados podían vivir allí del
ganado salvaje. La historia continúa diciendo que estas gentes ahumaban la
carne de tales animales en una especie de brasero de madera llamado boucan y
fue así que, cuando se dedicaron a la piratería, en el siglo XVII, fueron
llamados bucaneros.
Si bien los caballos resultaron más lentos para adaptarse a
los trópicos y su promedio de reproducción fue menos espectacular que el de los
puercos o las vacas, también aumentaron de número y con el tiempo también ellos
corrían libremente, en estado salvaje por las praderas de La Española. Casi
todos los otros animales domésticos europeos reaccionaron de manera similar al
medio ambiente caribeño: gansos, perros, gatos, pollos, asnos, crecieron más
rápidamente y con más carne, se reprodujeron en porcentajes nunca oídos hasta
entonces, y a menudo retornaron a la vida salvaje.
Esta asombrosa y exitosa invasión por parte de los animales
domésticos del Viejo Mundo tuvo lugar no sólo en la Española, sino también en
Cuba, Puerto Rico, Jamaica y, un poco más tarde, en ciertas islas costeras,
especialmente Margarita, la isla venezolana que resultó la fuente original de
los grandes rebaños de los llanos. Por la época de la invasión de Cortés al
continente, los españoles ya habían creado una base perfecta para dicha
acometida en el Caribe. Cuando los conquistadores avanzaron hacia México,
Honduras, Perú, Florida y otros sitios, transportaron consigo la viruela, así
como muchas otras enfermedades, remozadas por su reciente pasaje por los
cuerpos de los arahuacos; cabalgaban en caballos alimentados en las Antillas y
trotaban a su vera perros guardianes provenientes de las mismas islas; sus
alforjas estaban repletas de tortillas de harina de yuca caribeña. Detrás de
los españoles, y escoltados por sirvientes indígenas, venían hartos de puercos,
vacas y gansos —un ejército de pezuñas—, todos nacidos en las islas. Los
conquistadores habían creado en el Caribe el modo de conquistar medio mundo en
el breve lapso de una generación —la primera postcolombina.
Las “Nuevas Europas”
Las “Nuevas Europas” son regiones que, aunque dispersas, se
encuentran en latitudes similares. Son zonas templadas del norte y del sur, con
climas muy parecidos. Presentan una precipitación de entre 50 y 15 cm. “Era de
esperarse que un inglés, un español o un alemán, se sintieran atraídos por
lugares donde no había problemas para cultivar trigo y criar ganado bovino”. De
hecho, estas regiones conformaron núcleos a partir de los cuales los colonos se
dispersaron posteriormente. Crosby los ubica en el tercio norte de Estados
Unidos y Canadá, en donde actualmente vive la mitad de la población de estos
países; la esquina sudoriental de Australia, prácticamente la totalidad de
Nueva Zelanda, y la zona de Sudamérica que incluye la quinta parte de
Argentina, todo Uruguay y Rio Grande do Sul, en Brasil, en donde se localiza la
mayor concentración demográfica al sur del Trópico de Capricornio.
No obstante, a pesar de sus similitudes, estas regiones
poseían biotas totalmente distintas. Los miles de años que habían transcurrido
desde la separación de estas masas de tierra no habían sido en balde. Georg
Federici hace una descripción muy detallada de las “Nuevas Europas” del
continente americano; con sus respectivas faunas y floras, antes, durante y
después de la conquista. Como muestra de lo que eran antes, tenemos el
testimonio de un naturalista finlandés del siglo XVIII, Peter Kalm, quien al
llegar a Filadelfia en 1748, manifiesta una “angustia de taxónomo” ante tanta
novedad:
“Descubrí que había llegado a otro mundo. Donde quiera que
mirase por el suelo, encontraba por doquier plantas que no había visto nunca
antes, cuando veía un árbol, debía detenerme a preguntar a mis acompañantes
cómo se llamaba… me causó pavor la idea de tener que clasificar sectores tan
nuevos y desconocidos de la historia natural.”
Muy similar es la impresión de un colono australiano, quien
en 1830 se quejaba de que “los árboles retenían las hojas y se despojaban de la
corteza, los cisnes eran negros, las águilas blancas, las abejas no tenían
aguijón, algunos mamíferos tenían bolsas, otros ponían huevos, eran más
templadas las cimas de las colinas que los valles, (e) incluso las zarzamoras
eran rojas.”
Entre lo que actualmente son las “Nuevas Europas” y lo que
eran antes de la llegada de los europeos, median varios siglos de destrucción,
perturbación ecológica e introducción de una biota distinta a la antes
existente, incluidos los seres humanos y sus culturas. G. Federici, escribió en
su monumental obra en 1920, dice: “los cambios operados en la imagen del
paisaje de Norteamérica, sobre todo dentro de las fronteras de los actuales
Estados Unidos, son mucho mayores que los producidos en el centro y el sur de
América. No acierta uno a imaginárselos, y para formarse una idea de cuál debía
de ser el aspecto de la actual Unión Americana hay que ir, hoy, a ciertos
parajes poco visitados… Prescindiendo de los cambios geológicos a los que nos
hemos referido más arriba, del eterno proceso de lo que nace y lo que muere en
la naturaleza, contribuyeron a estas mutaciones operadas en la imagen del
paisaje, las plantas, los animales y sobre todo el hombre”.
Semejantes son sus afirmaciones acerca de los cambios
ocurridos en las llanuras de Sudamérica. Por su parte Crosby detalla de manera
similar las transformaciones que tuvieron lugar en Australia y Nueva Zelanda.
En todos los casos fueron plantas, animales, microorganismos
y el hombre, los elementos clave de la colonización. La semejanza de clima
actuó en estas zonas en su favor. En El Imperialismo Ecológico, Crosby narra
múltiples historias y ejemplos de la manera en que se dispersaban ahí las
“malas hierbas”, y del crecimiento poblacional de los animales introducidos,
que llegaban a volverse silvestres. En condiciones muy favorables, éstos
avanzaban aun antes que los colonos, de tal manera que cuando ellos llegaban a
algún lugar nuevo, encontraban flora y fauna conocidas. Lo mismo sucedía con
los microorganismos, los que por medio de sólo una persona podían llegar a
poblaciones aún no conquistadas, facilitando así la ocupación de nuevas áreas.
Siempre un elemento llevó al otro y éste a su vez al
siguiente, y así sucesivamente. Un ejemplo de esta especie de simbiosis de lo
que Crosby llama “biota mixta”, es la manera en que las ovejas se multiplicaron
en la Isla Norte de Nueva Zelanda. Al llegar los colonos a esta isla
encontraron una gran escasez de pastos como para poder tener ovejas en un buen
número. Así que se dedicaron a quemar la vegetación de las islas ¡una selva más
densa que la del Amazonas!, y a regar semillas de trébol, un excelente forraje
que en Inglaterra crece por todos lados. Sin embargo, éste no se daba bien y
tenía que ser replantado cada temporada. Los colonos no entendían por qué. El
problema era que no había en Nueva Zelanda un insecto polinizador eficaz. En
1839, miss Bumby, hermana de un misionero, introdujo un par de colmenas en la
Isla Norte. La abeja enjambró y enjambró, cumpliendo su misión polinizadora, el
trébol se extendió por todos los espacios que el hombre le había abierto, el
ganado crecía gracias al trébol, y los colonos seguían reproduciéndose,
construyendo su “Nueva Europa”, que cada vez atraía más personas. El avance de
esta “biota mixta” fue incontenible en las “Nuevas Europas”.
Los resultados de este proceso se pueden cuantificar: en la
pampa argentina, en 1920, sólo una cuarta parte de las plantas silvestres eran
nativas. En Australia la mayoría son de origen europeo. En Canadá el 60% de las
llamadas “malas hierbas” provienen de Europa. En los Estados Unidos, de 500,
258 tienen su origen en el Viejo Mundo y un estudio realizado a mediados de
este siglo en el Valle de San Joaquín, California, “reveló que las plantas
introducidas constituían el 63% de la vegetación herbácea, 66% en los bosques y
54% en el chaparral”.
Vacas, ovejas, cabras, cerdos, gallinas y demás animales
domésticos procedentes de Europa, constituyen las principales fuentes de
proteína en estas zonas. Caballos, perros y ratas conviven con ellos.
Y junto con plantas y animales, la población europea se
extendió y se multiplicó en las “Nuevas Europas” a expensas de los nativos de
estas regiones. Actualmente ésta representa el 90% de la población de los
Estados Unidos y Canadá, el 98% de la australiana, el 98% en Nueva Zelanda y en
Argentina y Uruguay sobrepasa el 95%.
A costa de muerte y destrucción, los europeos construyeron
un mundo a imagen y semejanza del suyo, bajo el discurso “civilizatorio” del
progreso, idea que justificaba sus actos y encubría la lógica de todo imperio:
la homogeneización de lo diverso.
En donde los animales reemplazaron a los indígenas
No existen dudas acerca del enorme impacto que tuvo sobre
los indios el traslado de alimentos y ganado del Viejo Mundo. Como ya se ha
mencionado los indígenas tardaron en aceptar las nuevas plantas alimenticias,
pero los animales domésticos fueron otro asunto. Pensaban que el trigo tenía
pocas ventajas sobre el maíz; pero los cerdos, caballos, vacas, gallinas,
perros y gansos del Viejo Mundo sí resultaban superiores en casi todos los
aspectos, a lo que América ofrecía.
En las regiones cercanas a los asentamientos europeos, los
indios adoptaron más rápidamente a los animales del Viejo Mundo de tamaño
menor. Los españoles valoraban menos a estos últimos que a los grandes y no
consideraban una amenaza el que los poseyeran los indios. Estos animales más
pequeños eran más baratos y menos difíciles de manejar por las esposas noveles.
En América y existían amplios precedentes de domesticación de animales pequeños
y, precisamente por esto, sus nuevos poseedores no necesitaban alterar
drásticamente sus formas de vida. En el transcurso de una o dos generaciones, a
partir de la conquista de sus regiones, los indios de grandes áreas de la
América española y portuguesa incluyeron a los perros, gatos, cerdos, y pollos
en su vida cotidiana y en su economía. Antonio de Herrera relata de un indio
sabio, quien, interrogado acerca de qué era lo más importante que habían
recibido de los castellanos, señaló en primer lugar los huevos porque eran
abundantes, “frescos todos los días y buenos tanto cocidos como sin cocer, para
jóvenes y viejos”. (Los otros artículos que enlistó fueron los caballos, bujías
y lámparas).
Aunque no son muy frecuentes, hay ejemplos de cría de caballos,
vacas, ovejas y gansos por parte de los indígenas, en regiones controladas por
los europeos. El mantenimiento de tales animales requirió de cambios radicales
en las formas de vida de los sedentarios agricultores. La excepción fueron las
tierras altas del Perú, donde ya había precedentes de cría de animales grandes.
En la Nueva España fueron pocos los indios que adquirieron incluso rebaños
pequeños de ovejas y fueron más escasos aún los indios poseedores del fiero
ganado español. Incluso en el Perú, los indios rara vez fueron dueños de
grandes números de estos animales.
Por todas partes, en las regiones controladas por los
europeos, sus animales domésticos —de menor tamaño— arruinaron a los indios en
vez de enriquecerlos. Su espectacular incremento coincidió con una declinación,
de igual magnitud, de la población indígena, lo que no se explica
exclusivamente por las enfermedades y la explotación que padecieron. En la
competencia biológica, los indios estaban en desventaja respecto al ganado recientemente
importado. Las civilizaciones indígenas de alta cultura vivían de una dieta
prioritariamente vegetal, por lo que cualquier cosa que afectara radicalmente a
sus campos de cultivo también los afectaba fuertemente. Los españoles, ansiosos
por establecer en sus colonias su pastoral forma de vida, destinaron al ganado
grandes extensiones de tierras que, en buena parte, habían sido cultivadas por
los indios con anterioridad. Además, el ganado se extraviaba con demasiada
frecuencia, en este nuevo continente donde las bardas y los pastores eran
escasos, internándose en sus terrenos, comiendo y pisoteando sus plantas. Según
escribió al rey, Mendoza, el primer virrey de la Nueva España, refiriéndose a
la situación en Oaxaca: “Su Señoría puede darse cuenta de que si se autoriza la
cría de ganado, los indios serán destruidos”. Muchos indios estaban
malnutridos, lo que debilitaba sus defensas contra las enfermedades; muchos
huyeron a los cerros y desiertos, para enfrentar el hambre en soledad; algunos
simplemente yacían por tierra y morían oyendo los mugidos de sus rivales. La
historia de este fenómeno es muy nítida en México y existen buenas razones para
suponer que lo mismo sucedió en otras partes de América.
Lo contrario sucedió en las regiones más allá de los
asentamientos europeos, donde los animales tuvieron a menudo un efecto muy
positivo para los indios. De ninguna manera eran estos aborígenes tan numerosos
como los de Mesoamérica y Perú, por lo que en estas regiones había espacio para
los cuadrúpedos inmigrantes. Muchos de estos indígenas eran nómadas y los
recién llegados multiplicaron sus recursos para esta forma de vida; estos
indios recibieron los caballos, vacas, ovejas y gansos no como rivales sino
como agregados de gran valor parar su dieta alimenticia y para obtener de ellos
vestimenta y energía.
Los Trópicos Americanos
“Cuando las naciones
civilizadas entran en contacto con los bárbaros, la pugna es corta, excepto
allí donde un clima pernicioso otorga su ayuda a la raza nativa” afirma Charles
Darwin en The Descent of Man, mostrando una vez más su enorme capacidad de
observación y sus irremediables prejuicios. En efecto, los europeos lograron
finalmente conquistar todo el continente americano, mas no en todas partes
obtuvieron el mismo “éxito” que en las “Nuevas Europas”; aunque por falta de
voluntad no quedó.
El primer contacto
con el Nuevo Mundo tuvo lugar en una zona neotropical. El asombro de Colón es
ya legendario. “No vi ni ovejas ni cabras ni ningún otro animal… había perros
que nunca ladraban… todos los árboles son tan diferentes de los nuestros como
el día de la noche, y lo mismo los frutos, la hierba, las piedras y todas las
cosas…” Pero al mismo tiempo que no cabía en su asombro, Colón no cesaba de
deplorar su ignorancia en cuanto a la utilidad de todo lo que veían sus ojos
(Gerbi, 1975).
Más claro aún resulta
el testimonio de un naturalista del siglo XVII, Bernabé Cobo, quien afirmaba
que: “todas las regiones del globo han contribuido con sus frutos y abundancia
a adornar y enriquecer esta cuarta parte del mundo, que los españoles
encontraron tan pobre y despejada de las plantas y animales más necesarios para
sustentar y dar servicio a la humanidad, y sin embargo tan próspera y abundante
en recursos minerales de oro y plata”.
La falta de sus
ovejas y demás animales y plantas conocidas les causaba desasosiego, pero con
oro y plata de por medio, todo tenía solución. Así, Colón regresó en 1493 a La
Española con 17 barcos, 1200 hombres, trigo, cebolla, perros, cerdos, reses,
gallinas, gansos y ovejas, entre otras cosas (ver recuadro Colón en las
Antillas). Y gracias a estas precauciones, para principios del siguiente siglo,
La Española lo era en todo el sentido de la palabra. Los animales introducidos
proliferaban, la caña de azúcar arrasaba con cuanta vegetación se le
interpusiera, cultivos y malas hierbas prosperaban —con excepción de la vid, lo
que no terminaba de agradar a los colonos— y los arawaks, habitantes nativos de
la isla se encontraban al borde de la extinción a causa del maltrato y las
enfermedades. El padre Las Casas se lamentaba de ello, así como de la
desaparición de los hermosos pastos que había conocido cuando joven. El deseo
de europeizar el medio era más que patente.
Las Antillas
sirvieron de base biológica para la conquista del continente (ver recuadro: En
donde los animales remplazaban a los hombres). Ésta avanzaba a tal ritmo que,
para el año 1500, habían llegado ya a América, todas las especies de animales
domésticos más importantes de Europa. En 1600 se cultivaban la totalidad de sus
plantas alimenticias y las enfermedades del Viejo Mundo hacían estragos en la
población indígena, acercándola al exterminio. Parecía que los europeos estaban
haciendo realidad sus sueños.
Sin embargo lo
sucedido fue diferente. Actualmente la zona neotropical de América (con
excepción del Caribe, que conserva apenas un 10% de lo que tenía como biota y
cero indígenas) cuenta con la diversidad biológica y cultural más elevada del
planeta. Su flora se estima entre 90,000 y 120,000 especies. Es el área más
rica en mamíferos, anfibios y reptiles, y junto con Asia tropical, la de mayor
diversidad en aves. El porcentaje de población indígena es aún alto en muchos
de los países de esta región: 95% en Bolivia, 73% en Perú, 54.8% en Ecuador, 81.8%
en Guatemala y 36% en México (cifras de 1978). El número de lenguas existentes
en toda América Latina se calcula en un total de 1491 (Toledo, 1986 y 1985).
La pregunta es
obligada: ¿por qué no se convirtió esta región en otra “Nueva Europa”?
Trigo
En aras de la brevedad, consideremos solamente las plantas
alimenticias más importantes para la cocina española —trigo, vid y olivo. La
mayor parte de los primeros granjeros españoles en las tierras altas de la
Nueva España (México) cultivaron trigo de acuerdo con la política de los
virreyes. El gobierno tenía que vigilar constantemente para garantizar que la
Nueva España produjera suficiente abastecimiento de trigo y de otros alimentos
para su propio consumo, puesto que el gusto por la agricultura no se encontraba
entre las virtudes castellanas; sin embargo, alrededor del año de 1535, México
ya exportaba trigo a las Antillas y Tierra Firme; a mediados del siglo, el pan
en la Ciudad de México era “tan bueno y barato como en España” y, para el
último cuarto del siglo, el valle de Atlixco sólo producía 100,000 fanegas
(156,200 toneladas) de este cereal al año.
La topografía y el clima del Perú son casi tan variados como
los de México y le permiten producir una gran variedad de cosechas. A una
generación de la conquista ya se producía arroz, caña de azúcar y plátanos en
sus húmedas tierras bajas y valles templados cercanos a Lima y en sus tierras
altas se producía trigo en grandes cantidades para la década de 1540. Según el
conquistador Cieza de León, en el área alrededor de Arequipa se producía
“excelente trigo con el que hacen excelente pan.” A su debido tiempo Perú se
convirtió en uno de los principales proveedores de trigo para las regiones más
calientes y húmedas del imperio, especialmente para Panamá y Tierra Firme.
Puede afirmarse con confianza que los españoles produjeron
trigo en casi todas las regiones de las áreas colonizadas de sus posesiones
americanas donde el clima lo permitió. A pocos años de esta colonización
encontramos que se cosechaba trigo en el Río de la Plata, Nueva Granada, Chile,
e incluso en las tierras altas de América Central. Thomas Gage observó, en el
siglo XVII que se cultivaban tres clases de trigo en forma rotativa en los
valles montañosos de Guatemala. Un examen de cualquiera de los informes
geográficos del Imperio español durante su primer siglo —las Relaciones
Geográficas de las Indias, los trabajos de Juan López de Velasco o de Vázquez
de Espinosa, o el primer volumen de la monumental historia de Antonio de
Herrera— nos muestra que alrededor del año 1600 el colonizador español casi
siempre podía obtener pan de trigo, a menos que fuera muy pobre o viviera en
las cálidas tierras bajas— incluso este último podía obtenerlo si tenía el
dinero suficiente para importarlo…
En la América española, donde la población blanca a menudo
no podía obtener el alimento suficiente para sus necesidades se obligó a los
indios a cultivar el trigo y otros cereales europeos ya fuera bajo la
supervisión europea directa o exigiéndolo en los tributos en especies que debían
pagar. A pesar de esto, los indios rara vez los agregaban a sus propias dietas.
Aunque los europeos destrozaron las civilizaciones indígenas e incluso
transformaron sus dioses mediante vestimentas cristianas, en muchos de los
aspectos fundamentales de la vida, los indios continuaron siendo indios.
Una historia antigua
La respuesta que da Crosby es de orden biológico y la expone
basándose en la historia misma, en los fracasos que han sufrido los europeos al
intentar conquistar y colonizar zonas como Medio Oriente, Asia y África, que
resultaron ser, al igual que los trópicos americanos, “bocados para los que
Europa disponía de dientes pero carecía de estómago”.
Las Cruzadas pueden ser vistas como una de las primeras y
más célebres invasiones intentadas por los europeos. Abanderados por el papa
Urbano II, en 1095 los europeos se dan a la muy religiosa tarea de rescatar de
manos de los musulmanes la llamada Tierra Santa. Durante dos siglos, miles de
cruzados marcharon hacia una zona altamente poblada, con una tradición cultural
bastante arraigada, que contiene una biota distinta a la europea y enfermedades
como la malaria, a la que sucumbían éstos con mucha facilidad.
A partir de observaciones hechas a principios de siglo entre
los colonos sionistas de Palestina, de los cuales un 42% contraía la malaria
durante los primeros seis meses y un 64.7% a lo largo del primer año, es
posible extrapolar y formarse una idea del impacto de esta enfermedad entre los
cruzados. Tomando en cuenta que la malaria puede provocar un aborto, y el
efecto que tiene ésta en los niños, es posible entender por qué incluso en
dónde lograron establecerse, los cruzados jamás consiguieron sobrepasar a la
población local que además de ser muy numerosa había convivido con Plasmodium durante
tanto tiempo. El Medio Oriente parecía estar cerrado para los europeos.
En la parte norte de Asia —China, Corea y Japón— los
europeos se encontraron con pueblos muy numerosos que poseían una historia
milenaria, una cultura muy cohesionada, cuyos cultivos, animales domésticos y
microorganismos se parecían bastante a los de ellos (con excepción del arroz
que en esa época no se cultivaba en Europa).
La naturaleza no les era muy adversa, pero la población
constituía una muralla mayor que la China. Lo más que lograron fue el
establecimiento de pequeños enclaves, principalmente puertos, para mantener
intercambios comerciales que conformaron grandes fortunas.
En Asia tropical los europeos se enfrentaron a múltiples
enfermedades que los aniquilaban sin piedad alguna. Además, la población era
numerosa, y culturalmente fuerte y poseía plantas y animales domésticos
similares a los europeos. Con trabajo lograron consolidar algunos enclaves que,
al igual que los del norte, les permitieron hacer fortuna a costa de las
riquezas naturales de la región.
África fue el hueso más duro de roer. Como invocada, la
naturaleza impedía el avance europeo. Las cosechas se podrían, eran atacadas
por cientos de insectos y animales, y cuando resistían no crecían mucho o los
cereales no daban granos. Los animales domésticos fallecían por la multitud de
parásitos ahí existentes, y también, cuando sobrevivían, eran magros y
diminutos. Faltos de alimentos y agobiados por los tórridos calores, los
colonos no aguantaban la primera enfermedad que los atacara. Fiebre amarilla,
disentería, malaria, “fiebre de las aguas negras”, “de los huesos rotos”, eran
algunas de las enfermedades más comunes, que, a principios del siglo XIX, por
ejemplo, depuraban la mitad de sus hombres a las tropas de la Gran Bretaña
instaladas en este inhóspito continente.
La conquista del África por los europeos tuvo que esperar a
que la medicina los auxiliara con sus investigaciones y que entrara en escena
la quinina. Inclusive el intento de los abolicionistas del norte de Estados
Unidos de regresar a esclavos emancipados, realizado a fines del siglo XVIII y
principios del XIX, tuvo serias dificultades por las mismas razones. De los
esclavos enviados a Liberia durante el primer año murió el 21%, y en Sierra
Leona en los primeros años falleció el 39%. El sistema inmunológico parecía
requerir de un entrenamiento más que de un abuelo africano.
Los trópicos de América fueron menos inclementes para la
implantación de cultivos y animales domésticos, aunque estos no crecían igual
que en Europa ya que resultaban ser más pequeños y débiles. Pero la cosa
marchaba mejor que en África, sobre todo para los colonos. De cualquier manera,
éstos buscaban las zonas más templadas para instalarse, por las mismas razones
que preferían las llamadas “Nuevas Europas”. Las partes más altas resultaban
ser más adecuadas, pero el problema radicaba en que éstas eran las regiones más
pobladas. Este hecho fue decisivo en la sobrevivencia de las poblaciones
indígenas, así como del mestizaje que tuvo lugar en ellas. Su número les
permitió sobrevivir a las oleadas de muerte que causaban las epidemias de las
enfermedades traídas por los europeos. Lo que se denomina “epidemia en tierra
virgen”, es decir, la dispersión de patógenos entre poblaciones nunca antes
expuestas a ellos, tiene un efecto exterminador en pequeñas poblaciones, sobre
todo en islas no muy extensas, pero no alcanza tales proporciones en
poblaciones numerosas.
Por ello, a pesar de la violenta disminución de las poblaciones
indígenas, éstas lograron recuperarse en dichas zonas, ya que la población
europea no avanzaba con mayor velocidad. Esto dio como resultado un fuerte
mestizaje. En algunos lugares en donde la población local fue exterminada, se
le reemplazó con negros traídos de África, lo cual contribuyó a la conformación
actual de la población de Las Antillas y de muchas regiones de América Latina,
en donde existe una gran mezcla de estos grupos humanos. No fue así en los
Estados Unidos, en donde los negros fueron segregados.
Al no convertirse en “Nuevas Europas”, los trópicos se
vieron destinados a enriquecer a cientos de colonos que, a diferencia de
Cristóbal Colón, habían encontrado utilidad a mucho de lo que ahí había. Tanto
en Asia como en África y América, las riquezas naturales de los trópicos fueron
extraídas con voracidad, sin detenerse ante los irremediables daños que esto
acarreaba. Al igual que ocurrió con el oro y la plata, la explotación de los
trópicos americanos despojó de sus tierras a los indígenas, los llevó a su
exterminio en donde se opusieran, dejando como testigo un ecosistema
completamente deteriorado. La miseria de las naciones que ocupan actualmente
estas zonas tiene su origen en esta rapiña que aún no cesa. Las venas de
América Latina siguen abiertas.
Deterioro ecológico por el pastoreo
Durante generaciones, las civilizaciones americanas habían
acumulado inmensos tesoros de oro y de plata, que los conquistadores
dilapidaron en unos cuantos años. Durante milenios, los pastizales americanos
habían acumulado inmensas riquezas de humus, de vida animal y vegetal de
organismos visibles e invisibles. El despilfarro que se hizo de estas riquezas
era ya evidente en vida de Las Casas quien hizo notar que en La Española habían
existido un pasto apetitoso y una paja delicada que él conoció siendo joven,
pero que ambos habían desaparecido —suponía que destruidos por el veloz
incremento de los rebaños. En la década de 1570, López de Velasco señaló que
los pastizales de las islas disminuían de tamaño mientras los guayabos los
invadían. Probablemente también influyó la desaparición de los agricultores
arahucanos que habían luchado con tesón por mantener la jungla fuera de sus
huertas.
En la década de 1580, en México eran ya evidentes los
efectos del exceso de pastoreo y el padre Alonso Ponce pudo ver ganado muriendo
de hambre en ciertas regiones. En la actualidad, la presencia de grandes
cantidades de palmitos y de palmeras achaparradas en regiones de México donde
una vez pastaron las ovejas, se debe, muy probablemente, al hecho de que éstas
terminaron con las otras plantas, más apetitosas. Las vacas no acaban tanto el
pasto como las ovejas, pero cuando son guardadas en grandes rebaños tienen
también un efecto pernicioso sobre los suelos. A un siglo de la caída de
Tenochtitlán, en Sinaloa crecían matorrales donde antes había sabanas.
Este fenómeno es bien conocido en el caso de México, pero
existen evidencias suficientes como para pensar que una secuencia semejante de
acontecimientos —expansión de los rebaños y luego disminución de la cantidad y
cualidad de las tierras de pastoreo— aconteció en todas partes o al menos,
comenzó a ocurrir en todas partes en América durante los siglos XVI y XVII. Los
informes de los primeros colonizadores indican que las sabanas de América
Central son, hoy por hoy, mucho menores de lo que eran en vida de Balboa.
(Aunque probablemente la disminución de la población indígena fuera un factor
más importante que la expansión del ganado en esta región). Ninguna cantidad de
animales, por grande que fuera, pudo llevar las especies del bosque a las
pampas rioplatenses, pero en la década de 1830, Darwin encontró en Uruguay
veintenas, tal vez cientos de millas cuadradas impenetrables por estar
cubiertas del espinoso cardo (Cynara cardunculus) del Viejo Mundo. “Yo dudo”
dijo “si se ha registrado alguna vez una invasión en escala tan grande de una
planta extraña sobre las autóctonas”. Generalmente tales invasiones tienen
tanto éxito sólo si la ecología original de la región ha sido quebrantada —como
por ejemplo, por un exceso de pastoreo ampliamente extendido. El caso de los
llanos es semejante: nadie podría insinuar siquiera que son hoy lo que fueron
antes, cuando las crecientes estacionales era menos violentas, pues la cubierta
de tierra era aún tan gruesa como para evitar que el agua se volcara
precipitadamente en los ríos al terminar la estación de las lluvias y los
potrillos podían correr cientos de millas en el pasto fresco que les llegaba
hasta el pescuezo.
El tremendo crecimiento inicial de los rebaños duró unos
cuantos años. Después, muchos factores lo hicieron más lento: la matanza
indiscriminada por parte tanto de los españoles como de los indios; los perros
salvajes y otros depredadores; insectos y microbios que llegaban de todas
partes y adoptaban a los animales europeos como huéspedes los unos y como
alimento los otros. Pero la razón principal es probablemente la que sigue:
cuando se acabaron las riquezas acumuladas en las praderas, el incremento de
los rebaños se produjo a un ritmo más aritmético que geométrico. Martín
Enriques informó desde México, en 1574, que “el ganado ya no aumenta tan
rápido; antes una vaca podía tener su primera cría a los dos años, porque las
tierras eran vírgenes y había muchos pastizales fértiles. Ahora una vaca no da
a luz antes de tres o cuatro años”. Estas oscilaciones de la naturaleza ocurren
siempre que una región que había estado aislada se abre y se comunica con el
resto del mundo. Pero es muy probable que nunca se repita esto del modo tan
espectacular en que ocurrió en América, en el primer siglo después del arribo
de Colón, a menos que algún día se produzca un intercambio de formas de vida
entre los planetas.
¿Una cuestión de superioridad?
El “éxito” de los europeos en las zonas templadas ha sido
atribuido por muchos autores a una supuesta “superioridad” natural y
curiosamente su fracaso en los trópicos ha sido adjudicado a la “inferioridad”
de los ecosistemas tropicales. Esta explicación, ligada a una idea de progreso
en donde la cultura occidental es sinónimo de civilización y modelo para los demás,
no es sólo el resultado o la explicación a posteriori de un proceso, sino que
fue, en buena medida, motor y causa de éste.
Es cierto que los primeros contactos entre los dos mundos
dejaron testimonios muy diversos. Se registraban hechos y se les buscaba alguna
interpretación. Hubo quienes vieron novedad en todo lo que el Nuevo Mundo
contenía, les parecía completamente diferente a lo del Viejo, así como hubo
quienes encontraron similitudes con este último, viendo el mismo paisaje. El
asombro predominaba y el espíritu de superioridad afloraba aquí y allá de
manera dispersa. No obstante, la racionalidad en que se quería hacer entrar las
diversas apreciaciones era una o variantes con raíces comunes (Gerbi, 1975).
Durante esa época las ciencias naturales se desarrollaron
considerablemente. El mal llamado descubrimiento tuvo mucho que ver en esto.
Pero, como en todas las épocas, el saber oficial se entremezcla con prejuicios
e ideologías. La ciencia contemporánea ha dado muestras de la misma capacidad para
integrar los prejuicios de la sociedad dentro de sus resultados e
interpretaciones. Según el célebre historiador italiano Antonello Gerbi (1982),
sería Buffon el primero en sistematizar los hechos más importantes, registrados
por las ciencias naturales de la época.
Buffon fue uno de los más acérrimos críticos de la supuesta
“inferioridad” de la naturaleza americana. El “león americano” (puma) le parece
“muy pequeño y poco vigoroso, además carece de melena”. No deja de repetir que
escasean los animales de gran tamaño en América, que el tapir, lo más cercano
al elefante según él, no llega siquiera al tamaño de una mula joven, y que sólo
proliferan los reptiles e insectos. Piensa que el clima y la tierra no son
buenos, y que prueba de ello son los problemas que tienen los cultivos para su
crecimiento y reproducción y el escaso tamaño de los animales domésticos
europeos, su poco peso y el mal sabor de su carne. Los indígenas le parecen
flojos, pequeños e imberbes. En suma, se trata de una naturaleza degenerada,
“inferior” en todos los sentidos.
La tesis de Buffon marca el inicio de una polémica que va a
durar hasta principios de este siglo y que en muchos aspectos no ha terminado.
Gerbi (1982) pasa revista a las ideas de Voltaire, De Paw, Hume, Kant, Jefferson,
Franklin y muchos más. Los principales representantes de las ideas
evolucionistas se van a adherir a esta idea. Lyell, el padre de la geología
moderna, no tenía empacho en afirmar: “mas si blandimos la espada del
exterminio a medida que avanzamos, no tenemos por qué afligirnos por los
estragos cometidos”. En la misma línea, Charles Darwin, su discípulo, escribió:
“las variedades humanas parecen actuar una sobre otra del mismo modo que las
diferentes especies de animales: la más fuerte erradica a la más débil”.
La idea de la “ineluctabilidad del avance de la humanidad”,
así fuera sobre el cadáver de los indígenas, dio a la colonización una especie
de aureola mesiánica. Colonizar al mundo era la nueva cruzada. El genocidio y
el ecocidio no eran más que pasos inevitables de la gran marcha de la humanidad
hacia el progreso.
Con la consolidación de este concepto de “superioridad” se
cerró la época en que la actitud eurocentrista era un tanto inconsciente,
cuando se llevaban animales y plantas con el fin de reproducir una forma de
vida; para dar paso a una actitud en la que la destrucción se hizo consciente,
pero se encontraba justificada por la razón científica.
Resulta absurdo atribuir la expansión biológica de Europa a
una supuesta “superioridad” de la biota europea, como lo es explicar la
desaparición o la disminución de los pueblos indígenas por la “superioridad
biológica“ de los europeos. Si algo se puede concluir al realizar una
integración de los aspectos sociales y naturales, es que su interacción es lo
suficientemente compleja como para reducir la historia a uno de ellos.
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